En este momento de crisis global, me duele el corazón sobre todo por los ritmos de vidas interrumpidas de los niños. Las niñas y niños que viven seguros con familias que los aman enfrentarán incertidumbres y confinamiento, pero con entusiasmo y esperanza que son regalos que nos dan los niños y, confiamos, les damos a ellos, podrán prosperar y aprender lecciones de dolor y felicidad de esta experiencia que perdurará a través de sus vidas.
Pero los millones de niños y niñas que carecen de seguridad y amor están en grave peligro. Estos son aquellos niños y niñas obligados a emigrar, vivir como refugiados y desplazados internos, huérfanos, niños y niñas en situación de calle, y muchos otros.
Es nuestra responsabilidad, individual y colectiva, poner su bienestar como prioridad en cada agenda, desde el Secretario General de las Naciones Unidas, los líderes del G20, líderes nacionales y de cada ciudadano. Esta exhortación es obviamente más fácil decirla que hacerla. Muchos de los niños y niñas que sufren no se encuentan en lugares fáciles de acceder en situaciones regulares, y ahora mucho menos en un mundo alterado. Necesitamos creatividad, energía, recursos y amor. Pero con un esfuerzo concertado y un enfoque constante, los milagros son posibles.
Los abuelos (yo soy una de ellas) tenemos calidades especiales para ofrecer, con nuestra visión del pasado y el presente, pero cada persona e institución necesita comprometerse en este esfuerzo. El milagro que más necesitamos ahora es asegurar el amor, la nutrición, la vivienda, la atención de la salud y la educación para todos y para cada uno de los niños. Tenemos que trabajar juntos para traducir esta esperanza en realidad.
Por la Dra. Katherine Marshall
Miembro Senior del Centro de Berkley para la Religión, la Paz y los Asuntos Mundiales,
Profesora de la Práctica del Desarrollo, los Conflictos y la Religión,
Miembro de la Universidad de Georgetown
Mimbro del Grupo Asesor de Arigatou International